Capítulo 8
Nuestros labios se tocaron en el mismo momento
que estuvimos en la privacidad de su habitación. Había un desenfrenado deseo
latiendo entre los dos y ninguno quería perder el tiempo. Nathan me quitó el
vestido blanco que me había puesto esa noche y sus ojos destellaron de deseo al
descubrir la sexy lencería que vestía debajo. La compré esa tarde después de
llegar de la playa y lo hice pensando en él.
—Tu turno. —lo reté con la mirada. No iba a
mantenerme al margen de la acción esta vez.
—De acuerdo, pero si te parece grotesco, si crees
que la idea de mí sobre ti te desagrada…
—Cállate, Nat. Nada de ti puede desagradarme. —Él
me miró con recelo, temiendo desnudarse delante de mí, pero igualmente lo hizo.
Se quitó primero los zapatos y luego el pantalón caqui que cubría sus piernas.
No había cicatrices en sus muslos o pantorrillas.
—¿Lista? —asentí. Nathan puso sus dedos en el
primer botón de su camisa y respiró hondo antes de comenzar a desabotonarla. Miré
cada movimiento de sus dedos, atenta a lo que vería –que según él sería algo
tan despreciable que me haría huir–, hasta que finalmente llegó al último
botón. Tragué un nudo en mi garganta y esperé. Le estaba tomando más tiempo de
lo que había imaginado.
—¿Puedo? —ofrecí caminando hacia él. Nathan
estuvo de acuerdo. Besé sus labios y repartí más de ellos desde su mandíbula
hasta su cuello. Mis manos se deslizaron en su pecho y viajaron sin prisa hasta
sus hombros. Bajé su camisa y cayó al suelo.
Nat tembló cuando estuvo expuesto y mi propio
corazón se sacudió, pero me contuve, tenía que demostrarle que no me inmutaba,
que seguía siendo el mismo hombre sexy y atractivo que veía cuando estaba
vestido.
Besé sus pectorales, uno a uno, y entonces vi sus
cicatrices. Iniciaban en sus costillas, cubriendo todo su estómago y parte de
su espalda. Pasé mis dedos por la piel áspera de variada pigmentación de sus
cicatrices y también las besé.
—No tienes que hacer eso, dulce Claire.
—Lo sé. —respondí sin dejar de hacerlo. No podía
imaginar lo doloroso que fue recuperarse de algo así, mucho menos los meses que
padeció mientras se curaba, pero de algo si estaba segura: esas cicatrices
significaban que peleó y ganó.
—¿Sabes qué Nathan? Creo que podría enamorarme
fácilmente de ti.
—¿Y qué si lo hicieras? —emuló mis palabras.
—¿Te gustaría averiguarlo? —lo reté. Nat me
levantó del suelo, me llevó a la cama y sin apuro, pero con muchísimo talento,
me dio la mejor follada de mi vida.
¿Qué
pasará después? No lo sé. Quién sabe, tal vez un día, si los dos permitimos que
suceda, estaremos jodidamente enamorados.
No puede haber terminado aquí... Muy buena para ser tan carta merece un libro
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